El Campito era un lugar de encuentro. Un espacio de intercambio en el cual coexistían realidades muy diferentes entre sí, y cuyas barreras eran superadas al segundo de pisarlo.
Ubicado en la intersección de las calles Berutti y Rivadavia estaba enclavado en el corazón del barrio La Covadonga, en referencia al bar que llevaba el mismo nombre décadas atrás, en la ciudad bonaerense de General Villegas.
Se practicaba fútbol, exclusivamente por hombres. Algunos se desempeñaban en las escuelitas del Club Atlético, otro tanto en Eclipse y un puñado en el Sportivo. Sin embargo, el propósito de ir al Campito no sólo tenía que ver con poner en práctica lo aprendido semanalmente en el club, sino con encontrarse y compartir con amigos lo que restaba del día.
El Campito era un descampado abierto que ocupaba 50 metros de frente y otros 60 de fondo, delimitado por paredes de ladrillo y cemento que amortiguaban los pelotazos impidiendo que se pasaran al otro lado. "Ahí no se podía ni asomar la cabeza, menos cruzar a buscar una pelota. Simplemente, se daba por perdida", recuerda Martín Cigarra Leiva y apunta con el dedo índice al baldío que fue aguantadero durante años del famosísimo delincuente villeguense, Kechu Cambiasso.
Los dramas familiares no escaseaban en La Covadonga. En un mismo círculo se hallaban personajes como el Luisma Galli, líder indiscutido, sex symbol y carta goleadora del Campito. Su padre había muerto de cáncer cuando él era muy pequeño, al igual que el del Juanma Solé. Sólo en eso coincidían. Juanma era callado e introvertido, aunque contaba con el título de arquero más prestigioso del barrio, que lo llevó a apadrinar al Cigarra Leiva para ocupar el puesto tras su retiro. Los padres de los hermanos Gonzalo y Nacho Larrañaga estaban separados. A pesar de los esfuerzos que hacían en demostrarse a sí mismos que tal situación les era indiferente, no era necesario un análisis psicológico para corroborar el dolor que cargaban dentro. Además, eran los últimos en retirarse del Campito, colgando entre sus brazos todas las pertenencias y objetos perdidos que quedaban desparramados por el terreno. Daniel Vicentín, hermano mayor de otros cinco, tuvo que hacerse cargo de ellos con un padre camionero y una madre docente full time. En cuanta oportunidad veía, se acercaba al campo de juego. Previamente, sentaba a sus hermanos en una montaña de escombros, que hacía las veces de tribuna, junto a la Cachorra (el border collie de la familia Leiva).
El Campito tomaba otro aspecto por las tardes. Una vez finalizados los compromisos escolares y respectivos mandados que encargaban sus padres, los jóvenes se acercaban al predio.
No se fijaba de antemano un horario para el comienzo del partido, salvo el caso de que otro barrio los batiera a un desafío a cara de perro. En este caso: el horario, lugar y los jugadores seleccionados para la contienda se establecían con un tiempo prudencial para que el adversario madurara su estrategia.
La pelota, artículo indispensable para el partido de fútbol diario, debía ser suturada y emparchada una vez por semana, debido a los violentos golpes propinados por los adolescentes. Quien estaba a cargo de dicha tarea era Walter Baragiotta, una especie de cirujano plástico y arregla todo del pueblo. Mónica, madre de los Cuenca, pasaba con puntualidad por el local a retirar el esférico y lo depositaba directamente en las manos del primer joven conocido que veía en las inmediaciones del Campito.
Al no contar con un silbato, quedaba reservado a los mayores el cobro de una falta o acción dudosa. De la misma forma, ellos realizaban el reparto de los vecinos por equipos, según sus cualidades futbolísticas. A diferencia de otros puntos donde se jugaba al fútbol, en el Campito no tenía privilegios el dueño de la pelota. Su condición de maleta lo excluía instantáneamente de los 11 titulares.
Otra de las normas establecidas por costumbre estipulaba que la reunión no se suspendería de ninguna manera, excepto por lluvia eléctrica. Ni un chaparrón dos horas antes del fulbo podía hacer peligrarlo. En algunas y tristemente recordadas ocasiones, el Campito no vio correr el balón. Concretamente, por las inundaciones comprendidas entre los años 86/87 y la del 2000, las cuales provocaron devastadores daños a la producción agropecuaria, con pérdidas millonarias para una zona que vive pura y exclusivamente de la actividad rural. A pesar de que en aquellas circunstancias el Campito se encontraba en un altísimo porcentaje bajo el agua, los jóvenes acudieron igualmente al lugar. No a jugar a la pelota, sino a buscar renacuajos y demás insectos de agua dulce en los gigantescos charcos formados a lo largo y ancho del terreno.
La jornada de esparcimiento en el Campito cambiaba rotundamente con la llegada del atardecer. Era cuestión de segundos en que el sistema automático de iluminación artificial de las calles se encendía y alumbraba junto a la luna gran parte del descampado.
El horario en el que comenzaba la retirada del Campito oscilaba entre las 20 horas en otoño/invierno, y pasadas las 21 durante las estaciones más calurosas. Sin embargo, los asistentes debían estar atentos porque en cualquier momento podía llegar el llamado de alguna hermana que alertaba sobre el inicio de la cena. En ese momento, no importaba el marcador del partido, ninguno pretendía ser castigado. La única opción palpable que tenían a mano era correr a casa, meterse incluso con las zapatillas a la ducha y sentarse a comer en la mesa cual señor inglés. Si bien era efectivo, no siempre garantizaba resultados favorables. Al realizar el trámite a las apuradas había grandes chances de pasar por alto el enjabonado del antebrazo que conservaba aún restos de tierra, producto de una patinada en la mitad de cancha cubierta en un 75% de césped, y el restante de barro. En tal ocasión, el niño sería pasible de una sanción y el resto de sus amigos no precisaría escuchar la versión de los hechos al día siguiente, pues el grito maternal de furia perforaría cualquier tipo de pared, sin mayores esfuerzos. No había lugar a dudas, se quedaba sin Campito y en el barrio sabían lo que eso significaba. Sólo ellos.
El Campito era un lugar de encuentro. Hoy continúa siéndolo, a pesar de que sobre aquél suelo plagado de ortigas se hayan levantado dos casas y un minimercado, sin dejar rastro alguno del viejo descampado. Aquellos que se quedaron trabajando en el pueblo, conviven con quienes se fueron a estudiar y regresaron triunfantes con un título universitario bajo el brazo. Recuerdan parados en la esquina de Berutti y Rivadavia las inundaciones, las mujeres del Luisma y las batallas libradas con otros barrios. Cada uno, lentamente, volvió a las raíces. A su lugar en el mundo.