jueves, 9 de junio de 2011
El 12, entre la perversidad y la indiferencia
–Salud– replica el hombre en un tono de voz un tanto alto, ante el estornudo de un niño.
Bien educado, el pequeño agradece el gesto.
Sentado en la primera fila más cercana a la puerta de doble hoja destinada al descenso de pasajeros, el sujeto logra la atención del resto de los viajantes al emitir tal salutación. Quizás, no advirtió de momento la presencia de una treintena de personas a su alrededor. ¿Por despreocupado nomá?. Vaya uno a saber.
Mientras, me ubico a escasos cinco metros de él, en un ángulo de 45°. Lo suficientemente cerca para lograr una perfecta descripción al detalle y evitar, al mismo tiempo, el contacto cara a cara.
El personaje es alto, acaricia el metro noventa, midiéndolo a ojo. De pelo corto, estilo militar, más bien rubio. Tiene una campera negra, que lleva el patrocinio de Legends: un club nocturno de la ciudad norteamericana de Detroit, según consigna en el abrigo. Lleva zapatos negros, cuidadosamente lustrados, de desconocida casa matriz. Además, del bolsillo izquierdo de su pantalón de vestir color gris, cuelga un abultado manojo de llaves, cual encargado de edificio.
A su derecha, viaja sentada una mujer. Repentinamente, ella se levanta del asiento, escandalizada, tras notar que el muchacho se estaba tocando los genitales por dentro de su propio pantalón, y acude rápidamente a presionar el botón que avisa al chofer la solicitud de descender en la próxima parada. El chofer 633, del interno 38, reduce la velocidad y aplica los frenos. Antes de pisar la vereda, la señora cruza miradas con el hombre, quien a través del vidrio no la pierde de vista en ningún momento y continúa observándola incluso al bajar del colectivo, mediante un brusco movimiento de cuello.
En ese preciso instante, donde alcanzo a divisar su rostro, caigo en la cuenta que de algún lado lo conocía. Milésimas después, en un veloz esfuerzo de memoria, ya no había lugar a dudas. Era ÉL.
El mismo que cinco meses atrás, trasladándose en igual empresa de transporte y en idéntico horario –9 de la mañana– se contactaba con su teléfono personal, en plena marcha y a viva voz, con el rubro 59 de un conocido periódico de distribución gratuita, ante la mirada boquiabierta de los pasajeros.
Sorprendido, incapaz de poder gritarlo por la impotencia que genera la situación, dirijo la mirada hacia mi derecha buscando algún cómplice en esta especie de denuncia. Nada. Sobre la izquierda, tampoco. Cada uno en la suya.
No hay tiempo, es mi turno de abandonar el vehículo. Cogoteo a la pasada el 12, mientras retoma su curso habitual.
El degenerado, ahora reconocido, sigue viaje. ¿Continuará...?
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