Alguna vez, creí ser inmune a esa fuerza intensa y poderosa que todo lo atraviesa con su paso arrollador. Ingenuamente, sentía que nunca podría ser víctima de ella. Cual guacho pistola, con aire sobrador, negaba su posible aparición y las eventuales consecuencias que ello acarrearía. Niños, adolescentes, adultos, incluso ancianos, han sufrido sus irrupciones. Sin embargo, continuaba reacio a aceptar esta dura y cruda realidad, encerrado en un tupper de metro 90 por unos 80 cm de ancho.
Hasta que un día llegó. Sin golpear la puerta, se mandó. Una torrencial lluvia, hizo sublime su entrada a mis aposentos. A la vez que una prolija alfombra de pétalos de rosas formaba el camino a transitar, hasta dar conmigo. Vestido de blanco, podía destacarse, a simple vista, el orificio cubierto por un rojo sangre, que se enmarcaba sobre su pecho izquierdo. Allí comencé a tirar mis cartas. Jesús, rotundamente no era. Tampoco, el Ángel Gabriel. Me quedaban, el Hada Madrina y Julián Weich, que caería con su Sorpresa y ½. Inmediatamente, desistí de cualquier otro intento por adivinar su identidad.
-¿Te das por vencido?, preguntó con voz socarrona. -Soy el AMOR, manifestó.
Charla va, charla viene. Entre amargos mates, me convenció de que no era uno de esos gitanos que recorren el interior del país vendiendo autos, que acusan papelería floja. Claramente, se trataba ni más ni menos de aquél amor que viene a sanar un corazón roto, averiado, devastado vaya uno a saber por qué.
Dicho esto, me despido humildemente convocando a fieles y otros tantos, a no temerle al amor. Vamos, adelante. Quien sabe, puede estar a la vuelta de la esquina. De última, proba a mitad de cuadra. Vos velo, si te beneficea.
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